FUTURO INCIERTO

 

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FUTURO INCIERTO

ESMERALDA MUÑOZ

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Parte del capítulo 1

Prólogo

 

 

No me atrevía a abrir los ojos. Tenía frío y mis extremidades no pesaban en absoluto. Parecía como si estuviese flotando en un espacio sin gravedad.

Reuní el valor y el coraje suficientes como para echar un vistazo a mi alrededor, y durante unos segundos creía que no lo había logrado, pero me equivocaba. Estaba oscuro y no tenía conocimiento del espacio, pues ni siquiera mis pies tocaban una superficie sólida.

¿Dónde estaba? ¿Por qué me sentía tan confusa y perdida? Y, sobre todo, ¿por qué estaba flotando? ¿Estaba soñando?

Una luz pequeñita y de color azul brillante se me cruzó por delante con elegancia, sin prisa, y, al momento, empezaron a llegar muchas más, como si fuera una gran lluvia azul. Se juntaron entre ellas formando primero una gran bola azul y después, para mi sorpresa, una figura humana. No tenía rostro ni piel, solo era eso: una figura repleta de puntitos azules.

No estaba asustada, solo asombrada, y mi curiosidad por saber qué era aquello hizo que mi mano avanzara hacia ese ser. Este hizo lo mismo al mismo tiempo y, con cautela, nuestros dedos índices se rozaron, lo que provocó una pequeña descarga que me hizo retirar mi mano enseguida; en cambio, a ese ser no parecía haberle afectado el contacto.

            ―¿Quién eres? O… ¿Qué eres?

            Mi voz sonaba hueca en aquel espacio vacío. El ente no respondía.

            ―¿Esto… es un sueño?

            Inclinó la cabeza hacia un lado, como si no entendiera.

            ―¿Estoy… muerta?

La figura estiró un brazo hacia delante, colocando su mano a pocos centímetros de distancia sobre mi pecho.

―Debes volver para acabar lo que empezamos.

Su voz femenina resonó en mi interior como una fuerza sobrenatural, rabiosa y llena de energía, y una descarga eléctrica recorrió mi pecho al mismo tiempo que ella se convertía en millones de gotitas azules, como si de polvo se tratara.

 

 

 

Capítulo 1

 

Desperté en un lugar frío cuyo ambiente era envuelto por un incómodo olor a medicamentos que no lograba reconocer. Notaba una ligera molestia en la nariz y un carraspeo en la garganta. La luz que desprendía la habitación me producía un fuerte dolor de cabeza, lo que me dificultaba abrir los ojos por completo. Debajo notaba un duro pero cómodo colchón; puesto que reconocía mi cama al instante por su dureza e incomodidad, estaba claro que no estaba en casa. Las sábanas calientes revelaban que llevaba mucho rato allí y, a pesar de echar en falta el calor de mi pijama bajo aquella fina tela, notaba que otra ropa, aunque no mucho más gruesa, me envolvía.

Los párpados me pesaban toneladas, pero poco a poco fui logrando abrirlos. Empecé a visualizar una figura que me resultaba conocida, en la parte derecha de la habitación, muy cerca de mí. Cuando esta reparó en mis movimientos, se levantó con rapidez del asiento en el que estaba acomodada, acercó la mano a un aparato situado detrás de mí y que yo no podía ver, y se acercó a mi rostro.

―¿Mamá…?

Apenas conseguí que mi voz se escuchara.

―Sí, cariño.

Su voz sonaba preocupada, pero a la vez aliviada.

―¿Dónde estoy?

Esta vez conseguí pronunciar todas las palabras con un tono más elevado. Intenté mirar a mi alrededor para averiguar dónde me situaba y, aunque mi visión se iba aclarando poco a poco, no conseguía reconocer nada. En la pared de enfrente se sostenía un televisor sobre una estantería, una cama vacía a mi lado izquierdo, y la luz que tanto me molestaba procedía de una puerta de cristal a mi derecha, cubierta por cortinas blancas. ¿Un hospital?

―¿Qué… qué ha pasado?

―Ssshh. Tranquila, ya ha pasado todo ―dijo mientras me ponía la mano en la frente y me acariciaba la cara.

Ese gesto me hizo saber que lo que me molestaba en la nariz eran unos finos tubos que se introducían por ella; al notar cómo sus dedos los rozaban, me producía un hormigueo por los orificios.

Acto seguido, una mujer de bata blanca entró a la habitación. La puerta estaba oculta en un rincón por la pared del cuarto de baño.

―Por favor, llame al doctor ―le ordenó mi madre.

―¿Se ha despertado?

―Sí.

La mujer dio media vuelta y desapareció tras la pared.

Estaba desconcertada, no sabía qué estaba haciendo ahí y mucho menos el porqué. Además de notar que todos mis músculos pesaban toneladas, el dolor de cabeza se intensificaba.

―Mamá… ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué estoy haciendo aquí?

―No hables. El doctor tiene que estar a punto de llegar.

―Sí, pero…

―¿Dónde está la bella durmiente?

Una voz masculina, grave y con alegría entró por la puerta como Pedro por su casa. Era un hombre mayor, alto y robusto, con todo el pelo y la barba blanca, con gafas y bigote espeso. Al principio me recordó a la típica imagen que se le daba al Papá Noel, pero, en vez de su traje navideño, este se encontraba con una larga bata blanca en cuya parte superior mostraba el nudo de su corbata de rayas azules y grises, dejando visible el cuello de su camisa azul. Alrededor de su nuca llevaba colgado un estetoscopio.

―Vamos a ver… ―se puso a mi lado―. ¿Cómo te encuentras?

―No lo sé… ¿Pesada…? Apenas puedo moverme…

Se sentó en la cama y sacó un tensiómetro colgado por encima de mi cabeza.

―Bueno, eso es normal. Llevas un mes en coma.

Me colocó en el brazo el aparato, que empezó a inflarse automáticamente después de manipular los botones correspondientes.

―¿Un mes en coma?

La goma empezaba a apretarme.

―Sí. Has tenido mucha suerte de que la bala no tocara ningún punto vital.

El aparato paró de inflarse y el doctor prestó atención a mi tensión.

―¿Una bala?

―Cariño, ¿no recuerdas nada? ―me preguntó mi madre, pero mis ojos desconcertados le respondieron enseguida.

―Alguien te disparó a la cabeza y la bala penetró hasta el lóbulo temporal ―aclaró el doctor como si fuera una historia más para él. 

Se levantó y empezó a recoger el tensiómetro.

―Bueno, estás bien. De todas formas, tendremos que hacerte unas pequeñas pruebas más. Sigue mi dedo.

Ubicó su dedo a una distancia prudencial y me hizo seguirlo con la vista de derecha a izquierda, arriba y abajo.

―Bueno, estarás en observación y veremos cómo respondes a las pruebas. Tenemos que asegurarnos de que no tienes nada dañado. Ahora descansa, dentro de un rato vendremos a por ti para hacerte esas pruebas.

Llevaba poco rato despierta, pero aun así mis párpados volvían a pesar. El tacto de la mano de mi madre cogiendo la mía me reconfortaba, y apenas vi cómo el doctor salía de la habitación me quedé profundamente dormida.

 

 

 

 

Había pasado todo un mes de pruebas y rehabilitación antes de conseguir llegar a casa. Al parecer era todo un milagro seguir viva, pero lo era todavía más no tener secuelas. Según palabras textuales del doctor, era yo «un milagro andante». De todas formas, seguía necesitando las muletas para ayudarme a andar, pues todavía no había recuperado la totalidad de mi fuerza muscular.

Estaba sentada en el coche, esperando a que mi madre pudiera abrirme la puerta y ayudarme a salir. Me coloqué las muletas bajo las axilas mientras ella cerraba la puerta tras de mí, y después abrió la trasera para coger la mochila con todas las pertenencias que había necesitado durante todo este tiempo en el hospital.

Durante mi estancia allí recibí unas visitas inesperadas por parte de la policía, que tenía intenciones de tomarme declaración respecto al día que me dispararon, pero, puesto que no conseguía que mi memoria recordara ese fatídico día, poco les pude ayudar. Me dijeron que podía estar sufriendo un shock postraumático pero que, con el tiempo y con ayuda psicológica, podría conseguir recordar. No estaba segura de si eso era lo que quería… El miedo a recordar algo que estuvo a punto de acabar con mi vida no era una de mis prioridades en aquellos momentos.

Miré la entrada de la casa y me pareció que había estado toda una eternidad fuera. No conseguía concretar la última vez que había estado allí.

Al entrar se percibía el poco tiempo que había dedicado mi madre a la casa pues, aunque las cosas estuvieran recogidas, se podía ver el polvo por encima de los muebles y el suelo ligeramente opaco ante su fina suciedad… Me esperaba que a mi retorno hubiera hecho cambios en el amueblado. Normalmente, cuando tenía alguna preocupación, se dedicaba a cambiar las cosas de sitio y a tirar los trastos viejos para cambiarlos por los nuevos. Pero todo seguía en su sitio: el comedor, a la izquierda, conservaba los muebles de siempre, y la cocina, a la derecha, acumulaba platos por fregar en el fregadero. Le había robado mucho tiempo en el hospital y había descuidado todo lo demás por mí…

Mi madre, con la mochila a cuestas, se encaminó hacia las escaleras situadas enfrente de la entrada y que conducían a las habitaciones del segundo piso. Aun así, notaba la ausencia de algo o, mejor dicho, de alguien. Alguien que siempre me había dado la bienvenida cuando llegaba a casa.

―¿Y Lucky?

―Lo dejé en casa de tu tía Rosalía. No podía cuidar de él estando en el hospital.

Lucky es mi perro y, aunque no es de raza pura, es el mejor perro que he tenido nunca, mi mejor amigo desde que nos trasladamos a este pueblo: Ejea de los Caballeros, en Zaragoza. Mi tía Rosalía vivía a tan solo tres manzanas de aquí y, después de que mi madre se divorciara de mi padre, nos vimos obligadas a trasladarnos. ¿Y qué mejor sitio que un lugar muerto del aburrimiento, alejado de todo y con una tía que ni siquiera conoces?

―¿Podrás subir sola?

―Sí. Con calma y buena letra algún día conseguiré llegar…

―Bueno, mira el lado positivo: por una temporada faltarás a las clases.

Su sonrisa se me contagió. Mi madre, una persona que no aceptaba la ausencia escolar a no ser que fuera irremediable, se permitió bromear sobre ello con tal de subirme la moral.

Ella ya había llegado arriba cuando todavía pisaba el quinto escalón. Me costaba acostumbrarme a mis piernas de refuerzo. Cuando al fin conseguí llegar, me adentré a mi habitación, que seguía exactamente igual, como todo lo demás.

―Eso del centro habrá que pensárselo ―comenté.

―¿Qué quieres decir?

Mi madre empezó a sacar las cosas de la mochila, colocando colonias, desodorantes y ropa interior en sus respectivos lugares.

―Que vaya con muletas no significa que esté en cama ni que esté inválida… Puedo ir perfectamente.

―Pero, hija, todavía no estás suficientemente fuerte para poder ir. Necesitas descansar.

―Creo que ya he descansado suficiente, ¿no te parece?

Un mes en coma y otro mes en cama había acabado con mi necesidad de descansar por años. Mi madre se detuvo un momento, me miró y se quedó unos segundos en silencio, pensativa.

―Como tú veas, pero creo que deberías quedarte en casa. Al menos durante un tiempo.

―Mamá… ―suspiré. No podía pretender encerrarme para siempre con intenciones de protegerme de los peligros―. Ya he faltado suficiente a clase y si sigo así, el año que viene tendré que repetir, y lo cierto es que eso no está en mis planes. ¿No eras tú la que siempre decía que hay que seguir adelante pasara lo que pasara?

―Eso fue antes de que pasara… todo esto…

Su gesticulación de manos y brazos, que a veces hacía cuando estaba a la defensiva o intentando razonar en voz alta, me sacaban una sonrisa, pues la mayoría de las veces lo hacía para exagerar la situación y para que la otra persona se acobardara. Me relajé y se me escapó una leve sonrisa. No quería enfrascarme con ella pero tampoco que ganara esa conversación, así que con mi silencio conseguí también el suyo. Miró la mochila ya vacía, pensativa.

―Está bien…

Hizo una pausa para coger la mochila del asa y devolverla donde siempre había estado, al lado del somier. Luego se volteó hacia mí y continuó:

―Pero sigue mi consejo cuando te digo que no te des prisa en volver. No pasa nada por atrasar las cosas un tiempo. Podrías tomártelo como un año sabático…

Se acercó y me besó en la mejilla.

―Te quiero, mi niña.

―Y yo a ti…

Salió de mi habitación, cerrando la puerta tras ella. Me dirigí a la puerta de mi armario, la abrí y miré el espejo de cuerpo entero que se escondía pegada detrás de ella.

Tenía una pinta pésima. Mi piel se había vuelto pálida, lo que pronunciaba las ojeras. Levanté la muñeca derecha donde se me notaba el pinchazo en el que había estado situado el catéter para introducirme el suero, lo toqué con el dedo índice y todavía me parecía notarlo.

Me acerqué todavía más al espejo para poder observar aquella cicatriz circular y con piel mal recreada cerca de la sien, aquella que se podía ocultar bajo un pequeño flequillo con facilidad, pero con la que tenía que convivir el resto de mi vida recordándome constantemente lo cerca que había estado de la muerte. Estaba claro que alguien me había disparado con intenciones de matarme. Podría haber sido producto de un atraco que salió mal, pero la policía había descartado esa posibilidad pues no faltaba nada en mi cartera ni nada que llevara de valor. ¿Quién querría matar a una chica de veinte años? Un escalofrío recorrió mi espina dorsal. Que yo sepa, no estaba metida en ningún lío, pero había muchos indicios que apuntaban a la venganza. ¿Qué había hecho yo para que alguien quisiera vengarse de mí?

 

 

 
 

 

 

 

 

Eran las siete de la mañana cuando el despertador de mi mesita sonó. Cogí la ropa que había en una silla junto a mi cama y que había preparado cerca de mí la noche anterior, evitando así la utilización de las muletas. Encendí la radio para animarme la mañana y empezó a sonar algún tipo de música dance.

Una vez vestida, recogí mi pelo liso con una coleta, dejando un flequillo que ocultara la cicatriz; de esta forma evitaría los ojos fisgones. Mi pelo oscuro ensombrecía mis ojos y mi piel aparentaba ser más pálida de lo normal. Cogí el neceser que había bajo mi cama, con el cual me ayudaría a ponerme algo de maquillaje y así disimular aquellas ojeras y la piel de vampira. Al terminar, me miré varias veces al espejo de este, cambiando la posición de la cara. Pero, por mucho que lo quisiera remediar, no podía evitar mostrar lo mal que había estado. Definitivamente, decidí colgarme la mochila a la espalda y dejar pasar aquella imagen de mí que me estaba atormentando más que la cicatriz. Apagué la radio, bajé a desayunar y salí como aquel que lleva el viento.

Hubiera llegado pronto si no fuera por mi torpeza con las muletas, pero allí estaba, ante el Centro de Audiovisuales Exea, en el que tan solo había asistido el primer mes, preparada para reiniciar mi primer curso.

Había algunos coches aparcados en la puerta, aunque resaltaba ante todos un Audi R8 quattro plateado, algo que me hacía pensar que una familia rica había llegado al pueblo y, puesto que un alumno no se puede permitir un lujo así, supuse que algún familiar lo había traído como si de una limusina se tratase.

Antes de hacer nada, tenía que dirigirme al despacho del director para entregarle mi justificante médico.

Desde la acera hasta la entrada del edificio había un camino asfaltado limitado por pequeñas rocas, que se veía envuelto por un césped verde y fresco, decorado por margaritas y tulipanes en lugares concretos de su superficie. Cuando atravesé la gran puerta central después de una corta pendiente poco pronunciada, un largo pasillo me llevaba hasta una puerta mitad de madera y mitad de un cristal opaco y rugoso sobre el que se especificaba con un rótulo «DIRECTOR J.M. LOPEZ». Toqué con los nudillos de una mano y una voz grave contestó desde el interior, dándome paso. Al abrir la puerta pude divisar enseguida, junto a la ventana, una figura corpulenta, imponente. Su espalda y sus manos sujetas por detrás era todo lo que podía ver en ese momento, aunque fue lo suficiente para saber que iba a ser un director inflexible y de carácter fuerte. Parecía que contemplaba algún movimiento en el exterior que yo era incapaz de visualizar desde mi posición, pues tan solo vislumbraba unos edificios antiguos y de gran pobreza con sus ventanas maltratadas y tendederos lamentables.

Su mesa estaba limpia y ordenada, con un portalápices que contenía bolígrafos, una tijera y un cúter; tenía un teléfono en la parte izquierda de la mesa que incluía manos libres y botones de espera, una carpeta de cartón marrón (me apostaría el cuello a que era mi expediente) y un ordenador portátil abierto en la esquina superior derecha. En un lado de la habitación, un gran archivador de varios cajones ocuparía todo su espacio con todos los expedientes del alumnado, y en el costado opuesto, un gran mueble de estanterías con algunos compartimentos con puertas estaba decorado con fotografías de su supuesta familia, trofeos cuyo significado no lograba determinar y dos diplomas adquiridos en su vida.

―Llegas tarde ―dijo sin darse media vuelta.

Cerré la puerta tras de mí.

―Lo siento ―me acerqué y le puse el papel encima de la mesa―. Le traigo el justificante médico.

Se giró para comprobar la veracidad de mis palabras. No era un hombre precisamente mayor, pero en cambio tenía canas y entradas en el pelo, algunas arrugas en la frente y algún pequeño corte en la cara, algo que me hacía deducir que se había afeitado aquella misma mañana. Tan solo era un hombre castigado cuya vida parecía no haberle tratado muy bien. Vestía de traje gris con corbata a juego y camisa blanca.

―Ya me ha contado tu madre lo ocurrido, pero gracias por presentarlo ―decía fijando la mirada ante aquel impreso, y posó ligeramente los dedos de una mano sobre él sin intenciones de cogerlo―. Supongo que ahora estás mejor.

Tomó asiento mientras me hacía un gesto con la mano para que le imitara. Accedí a su petición.

El asiento en el que estaba acomodada era confortable e incluso me podía respaldar, pero, aunque él intentase que su invitado se sintiera cómodo, su autoridad y su voz secante lo impedían, y es que desprendía unas sensaciones totalmente contrariadas.

―Sí, aunque como puede ver todavía estoy algo…

―Si me lo permite, iremos al grano. Como comprenderá, tengo muchas cosas que hacer.

Me interrumpió cogiendo la carpeta marrón que tenía a su lado. No me prestaba la más mínima atención. ¿Para qué preguntaba entonces?

―Puesto que ha faltado casi todo el último trimestre ―me miró fijamente al decírmelo y juntó las dos manos entrelazando los dedos―, tengo que informarle que tiene dos opciones: o bien puede hacer un tercer año con las asignaturas pendientes, cosa que le recomiendo, o bien puede probar suerte en aprobar los exámenes en julio.

―Bueno, yo…

―Veo que asistió el primer mes.

Echó un vistazo a los papeles que había en el interior de la carpeta. Como supuse, se trataba de mi expediente. Al parecer me había estado esperando con un buen discurso preparado al cual debía someterme.

―Tiene entonces posibilidades de aprobar alguna que otra asignatura pero, sin ningún tutor o profesor que le haga clases particulares ―hizo una mueca con la boca al decirlo―, eso es poco probable. ¿Me entiende?

―Bueno, todo es intentarlo. ¿No cree? No pierdo nada. Y si hace falta me apuntaré a más asignaturas el año que viene.

―Pero si lo hace se llenará de exámenes y trabajos, más de lo que uno pudiera acarrear. ¿Está segura de querer hacer eso? ―parecía que su voz me lanzase una advertencia―. Tenga en cuenta que, cuantas más asignaturas, menos rendimiento, y algunas podría suspenderlas si no les dedica más tiempo.

―Señor ―le dije mientras me desplazaba hacia delante, cansada de sus malos consejos—, creo que si tengo la posibilidad de aprobar algunas asignaturas en julio y las restantes el año que viene, no voy a perder el tiempo en pagar otra matrícula para un tercer año. ¿Me comprende usted?

De repente su rostro se volvió tenso e inexpresivo.

―De acuerdo, pero ya sabe que tan solo puede matricularse dos veces por cada asignatura. Piénseselo, tan solo lo hago por su bien.

Y cerró la carpeta. En un principio pensaba que quería que pagara más de la cuenta, aprovechando mi situación, y así sacar partido de ello. Pero ahora entendía a la perfección su insistencia. Me había quedado claro que se había impuesto un límite en la matriculación de asignaturas y, si suspendía y superaba ese límite, no podría sacarme el título. Aun así, pensaba arriesgarme en julio, pues ya estaba matriculada en ellas.

―Lo haré. ¿Puedo retirarme ya?

―Antes me gustaría comunicarle que tenemos un psicólogo en el centro. Su madre me ha dado órdenes explícitas de que asista dos veces a la semana.

―Qué raro… A mí no me ha comentado nada.

―Me traerá un papel firmado por este profesional al finalizar cada sesión, ¿de acuerdo?

―No creo que necesite ningún psicólogo, señor. Yo…

―Me traerá ese papel ―hizo una pausa para remarcar el hecho―. Me lo traerá sí o sí. No quiero tener problemas con los familiares de ningún alumno.

Asentí con la cabeza sin remedio, asombrada por la petición.

―Ahora sí que puede retirarse.

¿Pero de qué iba este director? ¿De sargento? ¡Qué manera de tratar a sus estudiantes! Me levanté de la silla, dispuesta a dirigirme a mi primera clase de mi segundo trimestre, aunque llegara media hora tarde.

―Laila…

Me di media vuelta. Él se levantó enseguida, se dirigió hacia la puerta y me la abrió, y completó lo que se disponía a decir:

―…bienvenida de nuevo.

Su mirada era fría y distante, aunque sus palabras y el tono quisieran aparentar lo contrario. Realmente, todo lo que rodeaba al director no parecía ser lo que realmente él quería parecer. Además, desprendía un enfado que no lograba comprender. Había sido a mí a quien le habían disparado y era yo quien había estado en coma un largo mes, ¿no?

―Gracias…

Salí de aquel cuarto lo más rápido posible, volví a cruzar todo el pasillo hasta la entrada y me acerqué al panel donde se exponía un gran cartel, refugiado detrás de un cristal grueso, con todas las asignaturas de los cursos y las clases junto con sus profesores. ¿De verdad existe alguien interesado en robar esto para que le hayan proporcionado tanta seguridad a un simple horario?

Este trimestre tenía a Julia Ramírez con Comunicación e información audiovisual de 8:00h a 10:00h. Después a Manuel Soto en Lenguaje y técnica de periodismo audiovisual hasta las 12:00h y por último María del Valle en Publicidad y relaciones públicas hasta las 14:00h. Evidentemente desconocía los rostros de esos nombres, tan solo esperaba que esa tal Julia Ramírez no se molestara conmigo por llegar tarde.

Cuando localicé el aula situada en la segunda planta y, por supuesto, después de haber subido unas cuantas escaleras por la ausencia de ascensor, toqué con los nudillos en el cristal opaco y rugoso de la puerta. No esperé a recibir respuesta; giré el pomo y, al abrirla, observé que todos los alumnos giraron sus cabezas para curiosear mi llegada. La profesora, de pie junto a su mesa, se dirigió hacia la puerta para cerrarla tras de mí.

―Señorita…

―Laila ―le completé.

―Llega tarde. Espero que tenga una buena excusa. No me gusta la impuntualidad.

―Lo siento, como pudo notar el ascensor no funcionaba ―dije con sarcasmo. Aquello provocó algunas risas entre los alumnos.

―Sí, pero no por ello uno llega cuarenta y cinco minutos tarde a sus clases.

―Perdone, el director quería hablar conmigo.

Aquella excusa después de la broma perdía mucha fuerza.

―Siéntese donde pueda y saque el libro ―dijo mientras se dirigía a la pizarra.

Tan solo había un puesto libre al final del aula junto a una chica de cabello rubio y liso, de cara pálida y labios rojizos, cerca de la ventana. Era asombroso lo completa que estaba la clase después de empezar el segundo trimestre; normalmente en los primeros meses la gente tiende a abandonar. A medida que avanzaba entre los pupitres, tres chicos clavaron sus ojos en mí de una manera distinta al resto. No indicaban desconcierto o curiosidad, sus miradas frías y amenazadoras desprendían una sensación de enemistad incomprensible, lo cual me extrañaba por la falta de conocimiento mutuo, y al mismo tiempo me atemorizaba. Automáticamente mi vista se desplazó hasta cruzarse con la mirada de un chico que se sentaba en la esquina del fondo, oculto ante la masa y que se diferenciaba de los demás, pues sus ojos negros desprendían miedo y, al mismo tiempo, una preocupación que no lograba entender. Su melena negra caía traviesa hasta los hombros, cosa que le daba una pinta más misteriosa.

Aun así, sus rostros no me resultaban familiares y lo único que provocaban en mí era una gran incomodidad. Finalmente llegué a mi mesa, coloqué las muletas apoyadas junto a la ventana, y me preparaba las cosas para poder empezar la clase cuando una voz se dirigió a mí.

―Bienvenida ―me dijo Ana con una sonrisa leve, pero sincera. Su mano fría se posó encima de la mía―. Te estaba guardando el sitio.

Cuando iba a agradecérselo, mi cuerpo se estremeció, el corazón empezó a acelerarse, mis ojos se nublaron y la imagen que tenía ante mí se desvaneció, provocando terror en mi interior. Una sucesión de imágenes apareció ante mis ojos, como si fueran fotos que pasaran a gran velocidad, lo que me causó mareos y un gran desconcierto. Apenas duró unos pocos segundos, pero pude distinguir claramente que se trataba de Ana. Era de noche y estaba en un callejón de algún lugar del pueblo, había mucho movimiento de brazos y piernas… Distinguí a dos hombres… ¡Parecían estar atacándola!

Cuando abrí los ojos todavía tenía su mano sobre la mía y, al darme cuenta de que aquello podría haber sido el motivo de estas sensaciones, la retiré de inmediato. Todo parecía confuso, borroso, nada me parecía real; la clase se movía como si estuviera bajo el agua.

―¿Estás bien?

Mi corazón todavía palpitaba con fuerza y mis náuseas no habían desaparecido. Me faltaba el aire. No sé qué cara tenía, pero la expresión horrorizada de Ana significaba que no era muy buena. Tenía que salir de allí… ¡Necesitaba respirar! Cogí las muletas y me dirigí a toda prisa al baño. Presentí las miradas extrañadas de los alumnos clavadas en mi nuca, pero no di importancia a ello, tampoco a la profesora, que había dejado de escribir cansándose de mis interrupciones.

Observé cómo todo el desayuno se iba por el retrete y, cuando no pude echar más, mi estómago empezó a asentarse. Me acomodé como pude en el suelo para reposar y, poco a poco, las náuseas fueron desapareciendo junto con los mareos.

¿Qué narices había pasado? ¿Qué era aquello? ¿Acaso estaba experimentando algún tipo de secuela? ¿Es que todas aquellas imágenes habían sido fruto de mi coma? ¿Era un recuerdo olvidado? Fuera lo que fuese, hasta ahora no me había pasado…

«Calma, Laila. Seguro que no ha sido nada… Los nervios del primer día».

Me levanté y me dirigí de nuevo a clase. La mirada de la profesora por mi tercera interrupción la empezaba a enojar y me enrojecí al volver a ser el centro de atención de todos los presentes. Me disculpé y volví a mi pupitre.

―¿Estás bien?

La preocupación de Ana me abrumaba. Asentí con la cabeza. No tenía ganas de hablar, ni siquiera podía explicar lo ocurrido. Tan solo esperaba que no me preguntara más por ello.

Al fin sonó el timbre y empecé a recoger las cosas.

―¿Qué te ha pasado antes? ―me preguntó Ana.

Definitivamente, era inevitable su preocupación y curiosidad. 

―Nada… Tan solo un mareo.

―¿Seguro que estás bien?

Apenas nos conocíamos del primer mes del curso. Nos habíamos hecho muy amigas y me halagaba que todavía siguiera siéndolo, o al menos que lo disimulara con su intranquilidad.

―Sí, ya se me ha pasado. Estoy bien.

Ana me devolvió una sonrisa, se colgó su mochila de asa cruzada y nos dirigimos las dos a la próxima clase. Hasta que definitivamente sonó el timbre de la finalización del día no me di cuenta de que el cielo se había nublado peligrosamente.

―Oye, si quieres te llevo a casa.

―Pues la verdad es que me vendría de mucha ayuda…

―Tengo que pasarme primero a ver a mi tutor, pero espérame fuera.

―No te preocupes, hasta que no pongan ascensor seguirás llegando tú antes que yo.

Las dos coincidimos en unas pequeñas risas, se levantó colocándose la mochila y cruzó el aula a paso ligero.

«Y a esa velocidad me tendrá que esperar un buen rato», pensé.

Al tenerlo todo recogido me dirigí hacia fuera, tal y como le había prometido a Ana, que, asombrosamente, todavía no había llegado. Apoyé la espalda junto a la pared para destensar los músculos, pues ya habían hecho el suficiente esfuerzo para lo que quedaba de día. Pronto podría dejar estas inútiles muletas y volver a caminar como antes, pero, si quería superarlo rápido, más me valía tomármelo en serio y empezar a hacer ejercicio extra.

―¿Laila? ―la voz de un hombre interrumpió mis pensamientos―. Soy Jonatan.

Mediría un metro noventa; era rubio, de ojos claros ocultos por unas gafas redondas y discretas, y muy delgado. Me extendió su mano para la presentación. Yo accedí curiosa.

―Soy el psicólogo del centro ―al escuchar aquello me incorporé de inmediato sobre las muletas, mostrándole respeto―. ¿Tienes un momento para hablar?

―Claro.

―Me ha dicho el director que vendrás a verme como mínimo dos veces por semana.

―Bueno, lo cierto es que es petición de mi madre. Pero creo que no me dejan otra opción…

―Entiendo.

Al sonreír junto con su respuesta me pareció un hombre agradable.

―¿Qué tal si te pasaras un ratito a visitarme después de la última clase que tengas? Eliges tú los días, ¿de acuerdo?

―Señor…

―Llámame Jonatan ―me interrumpió.

―Jonatan, no tengo nada en contra de los psicólogos, pero no creo que pueda ayudarme. Además, no necesito ayuda de ningún profesional porque, aparte de no recordar el último día, no me pasa absolutamente nada.

―¿Y no crees que eso sea razón suficiente? Si dejas que te ayude a recuperar esa laguna podrías averiguar quién te provocó esa herida y coger al culpable. ¿No quieres que se haga justicia?

En cierto modo, así era, pero…

―No creo que me sienta preparada todavía para recuperar mi… fatídico día.

―Tranquila. Cuando lo creas necesario yo estaré para ayudarte. Sabes que el director quiere justificantes conforme estés asistiendo, pero ya intentaré disuadirle durante un par de días. Aunque no te recomiendo que tardes mucho. No podré retenerle mucho tiempo ―me dijo mostrando sus dientes perfectos con una sonrisa perfecta.

―Muchas gracias.

El psicólogo se marchó de nuevo hacia el interior del edificio, creando en mí una buena impresión; un buen hombre que intenta hacer lo mejor para la gente. Fue un alivio sacarme de encima aquellas visitas durante un tiempo pero, como bien me había dicho, no podía retrasarlo durante semanas si quería tener contento al director y evitar posibles conflictos e incluso castigos.

Definitivamente tendría que enfrentarme a su psicología tarde o temprano, pero hasta entonces quería recuperarme de mi musculatura e intentar avanzar en el aspecto de la memoria por mí misma. Me consideraba fuerte para hacerlo sola, y la ayuda de aquel profesional, aunque le agradecía su atención, sobraba en todos los aspectos de mis pensamientos. Tenía que hablar con mi madre para que cancelara esas citas. ¡No podía hacerme aquello si yo no estaba dispuesta y preparada!

―¡He, tú!

Una voz varonil y bastante malhumorada volvió a interrumpir mi reflexión. ¿Aquí no puede estar uno tranquilo? Levanté la mirada y me sorprendí al ver que venía acompañado. Eran aquellos tres chicos a los que, sin ninguna razón aparente, no les causaba una buena impresión.

―Creo que la chica no aprende, Omar ―dijo un chico de pelo corto, moreno y de ojos color miel, situado a la derecha de ese tal Omar. Hizo una mueca con la boca y escupió hacia un lado.

El chico a la izquierda de Omar, de melena larga y negra como el carbón y de rasgos indios, se limitaba a sonreír con los brazos cruzados, destacando su disfrute a la espera de algún acontecimiento. Mi corazón latía con fuerza, notando un posible peligro y aumentando la adrenalina, pero sabía que no era ni el lugar ni el momento para hacerme nada. No ante profesores y alumnos. Con lo cual, a pesar de las circunstancias en las que me veía envuelta, me sentía más segura allí que no estando sola ante aquellas presencias.

―¿Qué queréis?

―¿Que qué queremos? ―repitió Omar mirando a sus compañeros de manera seria, algo que me hizo temblar inconscientemente―. Que te vayas de aquí. Creo que está claro —miró a sus amigos evidenciando su respuesta.

Sus ojos negros eran penetrantes y amenazadores, su pelo moreno era corto bañado en gomina para que se le quedara en punta. El cuerpo musculoso me estremecía al igual que los otros dos, con lo que una bofetada podía dejarme inconsciente al instante. Eran bastante imponentes y parecían peligrosos. De la manera en la que se dirigían a mí, daba la impresión de que ya me conocían, una ventaja de la que, evidentemente, yo carecía.

―Tranquilos, estoy esperando a una amiga. En cuanto venga me iré.

―Creo que no te has enterado ―dijo Omar―. Queremos que te vayas, pero de este centro, y si puede ser también del pueblo… No queremos verte por aquí.

―¿Se puede saber qué os he hecho? Dejadme en paz ―dije frunciendo el entrecejo.

―Vamos, chicos…

Una voz surgió de detrás de ellos tres, dejándome sin aliento al clavarse como estacas en mi corazón, provocando un dolor que no lograba explicar. Cuando estos le abrieron paso me dejaron ver un rostro oculto tras unas gafas de sol y una melena revoltosa que le llegaba hasta los hombros. Vestía con una cazadora negra sin abrochar, dejándome ver una camiseta negra ajustada a sus fuertes pectorales y unos tejanos azules. Cuando se retiró las gafas, nuestras miradas se cruzaron, observando de nuevo aquellos ojos negros que habían estado ocultos en una esquina de la clase todo el día. Ya no expresaban miedo, pero sí preocupación y, aunque su rostro moreno me resultara familiar, me era imposible recordarle.

No podía desviarme de su trayectoria. Algo me retenía en aquella posición, pero no entendía el porqué ni tampoco las razones de aquel dolor en el pecho.

―¿Qué os dije? ―dijo mirándoles de manera amenazadora, pero precavido.

Mi corazón reaccionaba a cada palabra que pronunciaba. Omar fruncía el entrecejo mientras que los otros dos tan solo se escondían detrás de él.

―Vamos, marchaos a casa antes de que nos arrepintamos de algo ―dijo sin bajar la guardia.

―Dimitri… ―empezó a pronunciar Omar, pero sus miradas chispeaban y acalló la frase.

Omar hizo un gesto con la mano y los otros dos le siguieron como perros falderos, alejándose de la escuela.

―Puede que lo sean… ―comentó mientras observaba cómo se marchaban dirigiéndose a la acera como una pequeña banda de matones.

―¿Qué? ―me desconcertó.

―Perros fieles a su dueño ―echó vaho a las gafas y las limpió con la punta de la camiseta―. Es lo que estabas pensando, ¿no? ―las puso a contraluz.

―¿Cómo…?

Le miré extrañada, pues era imposible que lo supiera.

―Tranquila, es lo que piensa todo el mundo. Hace tiempo que los conozco ―dijo colocándose las gafas de nuevo―. Mantente alejada de ellos ―me advirtió mientras se dirigía a la acera―. Y de mí… Es tan solo un consejo.

Le seguí con la mirada hasta visualizar que sacaba unas llaves del bolsillo y abría el fantástico e increíble Audi R8 plateado que, sorprendentemente, todavía seguía allí. No quise expresar, ante la multitud que salía del edificio, lo asombrada que estaba al saber que aquel coche no era su taxi particular, sino que le pertenecía a él, pero prácticamente era imposible no impresionarse.

―Dimitri Lander ―dijo Ana colocándose a mi lado―. Todo un donjuán, aunque últimamente se le ve bien poco.

Me quedé en silencio pensando en su nombre, pues me resultaba familiar, al igual que su rostro.

―¿Él y sus amigos llegaron cuando estaba en coma?

―No. Empezaron el curso el primer día, como tú y yo ―dijo extrañada―. ¿Acaso no te acuerdas de ellos?

Observé cómo el coche se alejaba a toda prisa. Si me acordaba de todo a excepción del momento en que me atacaron, ¿por qué razón no lograba acordarme de ellos?

―Vamos, que te llevo a casa antes de que empiece a llover.

 

 

 
 

 

 

 

 

Cuando abrí la puerta de casa todavía podía ver el Nissan verde de Ana a la espera de que entrara. Siempre hacía lo mismo, parecía que no se fiara de que llegara sana y salva hasta la puerta de mi casa incluso antes del desagradable suceso. Qué bien… Como si no fuera poco tener a mi madre como mi mayor protectora, ahora se había unido a la causa mi amiga Ana.

Unos ladridos me hicieron dar media vuelta y Lucky se me echó encima, haciéndome perder el equilibrio y provocándome una caída inevitable. Movía el rabo con fuerza y me daba lametones en la cara. Estaba descontrolado de felicidad. Le había echado tanto de menos… ¡y me alegraba tanto de verle! Su melena suave color crema apenas se me enredaba entre los dedos cuando le acariciaba y, aunque tenía la altura de un labrador, pesaba bien poco.

―¡Lucky! ¡Hola, grandullón! ¡Hola! ―decía con euforia entre risas, acariciándole con rapidez por la alegría que sentía mientras él intentaba jugar y me comía a lametones, cubriéndome de sus babas.

Saltaba de un lado a otro, rodeándome sin que me dejara incorporarme. Cuando al fin me dio un pequeño respiro, no dudé la oportunidad de levantarme sin la ayuda de las muletas.

―¡Mamá, ya he llegado! ―avisé en voz alta.

Lucky se puso a dos patas y le acaricié la cabeza.

Mi cuerpo volvió a estremecerse por segunda vez en el día; me dio un vuelco el corazón y se aceleró como si quisiera salir del pecho. La imagen que tenía ante mí se desvaneció y, en su lugar, una sucesión de imágenes apareció con mucho movimiento y descontrol. Me asusté. No conseguía ver nada en claro y no sabía por qué me pasaba eso. El frenazo de un automóvil llamó mi atención y me concentré en eso. Una furgoneta naranja y un perro aullando…

Me desplacé hacia atrás, apoyándome contra la puerta de la entrada, debido a un mareo que, a los pocos segundos, me provocó náuseas. De repente tuve la gran necesidad de acudir al baño. Allí vi los pocos restos que me quedaban en el estómago y la bilis. Mi madre tocó la puerta.

―Cariño… ¿estás bien?

No tuve fuerzas para contestar pues, aunque las náuseas ya se me estaban pasando, persistía un ligero mareo. No entendía lo que me estaba ocurriendo. ¿Por qué veía cosas irreales? Me estaba volviendo loca…

Mi madre entró y me vio sentada en el suelo, apoyada en la pared y junto al váter. La preocupación se dibujó en su rostro.

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